2008-12-09

Asesinar al performance

El conformismo y la comodidad, la búsqueda de becas y la inclusión en bienales son características y motivos de los performanceros, “artistas sin arte” que —dice la autora de este texto— pretenden seguir explotando la mina hace tanto tiempo agotada del dadaísmo.


A casi un siglo del inicio del dadaísmo, todas las formas del arte contemporáneo siguen alimentándose de esta mina agotada. Entre 1916 y 1922, en que surgió y se extinguió el dadaísmo, se crearon las formas artísticas que hoy siguen imitando sin aportar evolución o superación y sin el riesgo y osadía que sí tuvieron los dadaístas. Mientras que el dadaísmo era protesta y transgresión, manifestándose como el antiarte, hoy todo es arte y nada transgrede.
El collage, el performance, los antipoemas, la escritura automática, las instalaciones, la destrucción en escena, todo es creación de los dadaístas. ¿Cuál es la aportación del arte actual? Convertir una revolución en conformismo y comodidad. El apetito por lo nuevo que tienen las galerías, museos y curadores ha decidido que la pintura y la escultura no son nuevas y que estas manifestaciones que ya casi cumplen el siglo sí son nuevas; el ready-made y el urinario ya son centenarios y hoy siguen en el top ten de las novedades. Esta falta de originalidad tiene una razón evidente, ya lo dijeron los dadaístas: “Como esto no es arte permite a todo el mundo ser dadaísta”. Y eso pasa ahora: como esto no es arte, permite a todo el mundo ser artista, cayendo en una contradicción fundamental. Estamos viviendo un asunto extraordinario: una generación multitudinaria de artistas sin arte. Una legión sigue a este movimiento repitiendo sus plegarias a san Duchamp y perpetuando algo de lo que sus creadores afirmaban: “las obras dadá no deben durar más de cinco minutos”. Los seguidores son la tumba del movimiento, por eso no logran aportarle nada. En el performance es más evidente esta contradicción: algo que tendría que ser efímero ya se estancó en los museos.

Los primeros modernos

Suiza fue el hogar de los intelectuales y artistas refugiados y exiliados de la Primera Guerra Mundial, y esto provocó que hubiera decenas de cafés donde se reunían, fueron el teatro de lo nuevo. El Cabaret Voltaire fue abierto en febrero de 1916 por Hugo Ball y Emmy Hennings, ella bailarina y él pianista. Estaba en la calle Spiegelgasse, donde también vivía Lenin y Mussolini era empleado de la vinatería que surtía al barrio. Entre los colaboradores y habitués estaba un joven poeta rumano, Sami Rosenstock, que escribía bajo el pseudónimo de Tristan Tzara. El primer manifiesto dadaísta lo escribió y leyó Tzara en el Cabaret Voltaire el 14 de julio de 1916, y ahí declaraba: “¿Qué significa dadá? Dadá no significa nada”. Más adelante, cuando el movimiento ya era historia, Tzara declararía: “Mi propósito era crear una palabra que mediante su magia cerrara todas las puertas a la comprensión”. Esto significa que un movimiento que surgió como un rompimiento y que no requería de comprensión, hoy ha degenerado en obras que acumulan explicaciones y discursos. En el Voltaire nacieron los primeros performances, cada lectura de un manifiesto era una acción y un gran escándalo, hasta que la policía suiza lo cerró para regresar la paz al barrio. Desconocemos si el camarada Lenin puso su queja por el ruido.

La condición fundamental de estas acciones era la espontaneidad. Las cosas sólo suceden y el público reacciona en consecuencia porque nadie sabe ni lo que va apasar ni lo que va a ver. Cuando cerró el Voltaire y con dadá expandidopor Europa y América, las acciones continuaron con ruidosa publicidad que hacían los dadaístas y la nota roja de los periódicos. Para ellos, cada vez que había un gran escándalo, que el público gritaba y protestaba, les arrojaran objetos y hubiera disturbios significaba el éxito de la acción. Entraban en exposiciones de lo que llamaban arte conformista y las destruían, con el consecuente encuentro con la policía y el público. No realizaban un espectáculo, hacían un antiespectáculo, la burla del acto literario y artístico.
Las manifestaciones del dadaísmo luchaban entre el nihilismo y el exhibicionismo; lo primero a lo que se engancharon fue a la reacción del público; se convirtió en una acción para recibir respuesta. En París, Arthur Cravan, que se decía sobrino de Oscar Wilde y boxeador, abrió su revista Maintenant, precursora del dadá, y la publicitaba con sus acciones. Anunciaba un encuentro de box en que participaría, cuando el público estaba reunido se subía al ring borracho y comenzaba a desnudarse. La sala se vaciaba y llegaba la policía. En la Soirée du Coeur á Barbe ya no fue el público el que reaccionó agresivo, fueron los mismos dadaístas los que se golpearon en el escenario. El dadaísmo acabó por su propia naturaleza; Breton lo anunció claramente: “Es inadmisible que un hombre deje huellas de su paso por la tierra”.

Después de la Segunda Guerra Mundial se retomaron las acciones como una forma de “matar a la pintura” y de presentarse como el nuevo arte, ya no eran antiarte. En 1950 Lucio Fontana, con su Manifiesto Blanco, realizaba acciones en las que apuñalaba un lienzo en blanco para que entrara el espacio. Las esculturas cibernéticas con sistemas sensibles al sonido y a la luz fueron parte de las acciones de Scoffer en 1956. Allan Kaprow creó el happening en 1959. Incluía películas, música en vivo, danza, texto y efectos de audio; cumpliendo con la escuela de los dadaístas, no dejaba memoria de estas acciones. Arman, en 1963, explotó un refrigerador, el automóvil del fotógrafo Wilp, un piano y una televisión, y con los restos realizó esculturas. Niki de Saint Phalle disparaba con una pistola a sus cuadros para darlos por terminados. Yves Klein cubría de pintura a sus modelos desnudas y las pegaba a lienzos. Los vieneses adictos al dolor hicieron de sus cuerpos los objetos de la experimentación introduciendo las mutilaciones, maltrato, heridas, balazos, etc. Show time.

La destrucción de la libertad

Como podemos apreciar, lo que ahora vemos es prácticamente igual a lo que se hacía 80 o 40 años antes, pero descafeinado. A partir de los años 60, cuando el concepto de la libertad cambió y se derribó la idea de voluntad y la disciplina, el mundo se pronunció por la espontaneidad y se clamó que la esencia de nuestro ser es primordial para la creación artística y que la educación la limita. Y vino lo que podemos llamar una tragedia moderna, porque entonces se retomó el performance o las acciones como una forma de destrucción sin aportación.

Obras que nacieron para estar fuera de los museos, porque estaban en contra de la “belleza artificial del arte museístico”, se instalaron en los museos. Los creadores de performances reclamaron trato de artistas y sus obras adquirieron el estatus de arte, cuando su origen era para acabar con el arte. Entonces un conformismo cómplice se apoderó del performance. Porque los nuevos artistas se dedicaron a destruir lo que no podían crear. Es fácil decir matemos a la pintura cuando no se sabe pintar, o asesinemos a la escultura cuando no se sabe esculpir. Dijeron que las acciones eran arte que llegaba a todo el público, cuando son obras que sólo ven un grupo muy reducido de personas, mientras un cuadro lo ven miles de personas durante generaciones enteras. Hicieron daño a la pintura y la escultura, pero no han aportado más que estas disciplinas. Y lo peor para ellos es que no aportan tampoco a su propia disciplina.

¿Qué es lo que el performance ha ganado con el tiempo? Becas y bienales, museos y curadores que los masajean. Lo que sí es grande es la lista de pérdidas que acumula: ya no es transgresor, sus protestas o denuncias tienen un nivel entre banal e infantil. Depende de una forma enferma de la tecnología; en muchas obras el medio es la estrella. No corre riesgos, se monta en escenarios protegidos, como los museos y galerías, rodeados de amigos y otros artistas que aplauden todo. Tiene un lenguaje inmediato que siempre juega con la cultura de masas para ser más afín al público. Es una imitación cíclica de lo que ya se hizo desde 1950. Hace del exhibicionismo y la crueldad con animales una pantalla que cubre la falta de ideas. Mientras que el exhibicionismo en la calle es un delito o en un burdel es espectáculo, una acción en el museo o la galería es arte, con la enorme diferencia de que en el burdel soportan al público y en la calle soportan a la policía.

En las acciones hacen cosas con un nivel de burlesque, y además hay que estar pasivos porque los artistas se ofenden. De verdad es mil veces más valiente la mujer que se masturba con un gallo en un antro de Tijuana que cualquier performancera del mundo, porque la del gallo además sortea a un público denso y la otra tiene una beca.

El performance vive en la complacencia y la ignorancia. Reclama su estatus de innovador del arte y es admitido como tal en los museos y bienales, y no tiene ni el rigor ni el riesgo del verdadero arte. Se dice que “hace uso de nuevas tecnologías para expresarse”, cuando fueron los futuristas de 1910 quienes propusieron la relación de arte, tecnología y ciencia. Plantean el videoperformance como algo extra-vanguardista, y fueron Marinetti y Pino Masnata quienes, en su manifiesto de 1930, proclamaron que la televisión era un medio de comunicación para multiplicar el genio creativo. ¿En dónde está la novedad? No existe, pero lo que sí hay es un gran estancamiento. La pérdida de la voluntad que surgió desde los 60, la negación del dominio de la técnica como forma de libertad, hace del performance el gran refugio de los que no quieren vivir la disciplina del arte.

Pintar o dibujar bien toma años, toma una vida, ser performancero toma unos instantes; basta ver lo que hacen los demás, repetirlo, y ya están dentro del circuito de las galerías, bienales y museos.

Los creadores actuales de performance están en el cómodo sillón que les brindan los curadores, que los proveen de discurso, explicación y contexto para que cada obra tenga un valor. Viven más arropados que el arte verdadero y se autollaman innovadores y arriesgados. Las que sí están en descampado y en medio de la guerra es la pintura y la escultura; ésas salen como soldados a defender su espacio. Sin riesgo no hay transgresión. La obra burguesa, cómoda y amable por excelencia, es el performance. Aquí sucedió lo mismo que pasa con las revoluciones sociales: una vez que toman el poder su vuelven corruptas y conformistas.

“Accidentes controlados”

En la XIII Muestra del Performance (que se llevó a cabo del 13 al 29 de noviembre en el Ex Teresa Arte Actual), como en todas las de performance, las contradicciones van de la mano de la obra. Las acciones y los videoperformances de esta bienal tuvieron como concepto experimentar con el cuerpo y los avances científicos y tecnológicos. Desde el inicio vimos cómo el rito del performance está muerto, en un ambiente totalmente controlado inician las acciones. Todo el público es performancero o “artistas contemporáneos”, así que no hay que preocuparse de que alguien proteste o diga esto lo he visto mil veces; nada, es la misma actitud del público que va a ver las obras del Teatro Manolo Fábregas: complaciente y sumiso. Como buen público mexicano, famoso por sus aplausos, todo les gusta; contradicen la actitud de protesta o de experimentación de la acción en escena. Entra el polaco Artur Tajber, y bueno, ya no digamos que se tome los riesgos de los padres de estas acciones, el señor pide que no le tomemos fotografías porque su delicada naturaleza de artista se ve interrumpida. Y aquí tampoco hay experimento o accidente. En la pared proyecta un video de sí mismo rompiendo y moviendo unos muebles, haciendo un ruido insoportable. A menos de que las sillas y las mesas sean tecnología o ciencia de punta no veo la experimentación ciencia-cuerpo, porque el video desde hace muchos años no es un avance tecnológico. En vivo, mientras el video corre, Tajber, muy científico, avienta muebles similares a los de su proyección, así que el ruido es doble. La acción dura 30 minutos. Eso de las obras de cinco minutos quedó sepultado. No hay accidente porque está siguiendo un video grabado, es una puesta en escena ensayada y planeada y no va a suceder otra cosa que no esté en el guión, porque Tajber, al levantar una silla en vivo, también lo hace en video. El sabe cómo va empezar y cómo va a acabar su número, es falso el margen de azar o de sorpresa. Enfrascada en la repetición, esta acción se hace eterna, y cuando por fin termina, el público aplaude con tal ánimo que me doy cuenta de que tampoco sabe ver performance, que está ahí en espera de tragarse lo que sea, que no sabe que puede ser parte activa de lo que ve porque se supone que este tipo, con su escándalo, nos está provocando y que tendríamos que reaccionar, subir y darle con una de sus sillas en la cabeza.

Pero si así fuera, si el mismo Tajber supiera que el performance no ha perdido su dosis de riesgo, seguramente su acción habría durado tres minutos, no 30. Lo que es increíble es la explicación de la curadora Edith Medina: esta acción se supone que es una experimentación con la manipulación del tiempo. Si no saben de ciencia ni lo que nos enseñan en secundaria, por favor no escriban estas barbaridades. La manipulación del tiempo no existe; que Tajber le dé rewind al video no significa, ni de lejos, que pueda experimentar con la manipulación del tiempo. Y la obra se llama Time emit. Esta bienal está lejos del performance y lejos de la ciencia, sucede sin crítica, entre el show y el aburrimiento de ver lo mismo de siempre.

Los latidos del corazón amplificados, alguien que respira y busca su identidad, sonidos que se supone que no podemos oír, también amplificados. ¿No saben que eso lo hizo Cage en los 50? Y bueno, con la “tecnología de punta” alguien lleva una obra con sus chats y sus fotos de Facebook. Estas acciones están más preocupadas de ser aceptadas que por ser un experimento, porque desconocen que un experimento tiene una finalidad, comprobar o desechar una teoría. Aquí no hay teoría, porque al final de cada acción no queda una sola idea que pueda continuar o vivir en sí misma. Es el vacío su único resultado, un vacío repetitivo hasta el hartazgo.

Si ves una verdadera acción, mátala

En la XXVIII Bienal de Sao Paulo sucedieron dos cosas significativas, una, con la curaduría pretenciosa de Ivo Mesquita, que al dejar el espacio vacío, denunció involuntariamente el vacío en el que el arte conceptual está hundido. Lo que él montó como un acto supremo de la arrogancia de la curaduría, la que ya no necesita ni del arte ni de artistas porque la estrella es el curador, se volvió en su contra. El vacío fue demoledor y provocó otro suceso igualmente revelador: más de 40 estudiantes de la Escuela de Artes de Sao Paulo entraron armados con esprays de pintura de colores y pasamontañas a grafitear el inmenso espacio vacío. Y acto seguido la vanguardia del arte contemporáneo se opuso a la única muestra real de performance que se va a poder ver en esa bienal. Llamaron a seguridad y sacaron a los jóvenes llevándose detenidos a los que no pudieron escapar. ¿Qué hacer ante tal muestra de miedo a una acción real? El curador mandó pintar de nuevo las paredes de blanco.

Esto nos revela que el performance que el arte contemporáneo quiere es el pasivo, gratuito y aburguesado, el que guarda complicidad con los curadores y los museos. Es lo que sucedió en México en la inauguración de la Bienal BBV Bancomer, cuando entró el artista Pol Basegoda con la camisa manchada de sangre y sus manifiestos en la mano gritando que ahí estaban matando al arte. Los artistas lo acusaron y seguridad golpeó a Basegoda y lo sacó del Museo de Arte Moderno. El performance de Basegoda es el único valiente que he visto en México en años.
Lo fundamental es no romper ningún límite, ni el performancero ni el público. No hay azar, no hay accidente ni imprevisto, todo está planeado y estructurado, y la originalidad es la ausencia más importante. Ya todo el mundo se desvistió, se flageló, se revolcó en sus fluidos, se mutiló, se golpeó, abusó de animales, dejó morir a perros de hambre y sed, fue ridículo y cursi, se grabó en audio y video. También hemos visto miles de cosas en las que las computadoras son parte de la obra, injertos en el cuerpo, etc., etc. ¿Qué sigue?

Todo esto es igual desde hace más de 50 años y sucede con la misma seguridad que prevalece en un banco. Esto sólo nos lleva a pensar que al performance de hoy lo han llevado a una enfermedad terminal sus “artistas” y curadores. Vive en terapia intensiva y sólo necesita que le retiren el oxígeno de las becas y las bienales para que muera.

Avelina Lésper

1 comentarios:

Patricia Torres dijo...

Me encantó la comparación que haces del performance original con el actual: prácticamente igual, pero descafeinado.

Y me parece interesante como en este post, como en el pasado denuncias la decadencia de ciertas expresiones humanas.

Aqui es cuando uno piensa que empiezan a faltar términos para referirse a lo que nos toca ver todos los días.

Por que yo recuerdo y espero recordar bien, que por arte se entiende toda aquella creación mediante la cual el ser humano busca expresarse o comunicarse. Debiera existir una limitación para el término.

Por que los hijos del performance, a mi humilde parecer, comunican o expresan su evidente estupidez, o bien el evidente miedo a la innovación que debiera estar prohibido también para todo aquél que se haga llamar artista. Y resulta injusto e inconveniente para los verdaderos creadores del arte.

Aclaro que, yo encuentro bastante gracia en algunos "modos" del performance (del de hoy y del de siempre) y no me encuentro peleada con los mismos. Aquellos que logran un buen match audiovisual tienen mucho de mi respeto. Pero como en todo, hay de casos a casos, y hay que saber cuando se trata del caso uno o del caso otro.